PLACERES SOBREVENIDOS.

 Como el sol en tus retinas cuando estalla, dionisíacas las mariposas en tu vientre, caderas locas de jinete, en ese torbellino de lágrimas derramadas por placer sobre mi lomo de yegua, así asegurados como éramos, tuvimos que decidir de qué manera íbamos a adornar la mancebía. Mortales o no, sucedió que la vida nos fue dada sin consentimiento y cada cual nos convertimos en un quehacer del otro. Apremiada nuestra libertad, desbocada a veces, no pudimos reconstruir un mundo del que, todavía hoy, huimos conforme lo vegetamos y cuya proa apunta hacia el pasado. Por eso cada tumba, aunque mire al horizonte, deviene estéril tierra de labranza. Qué más da si es infinito el universo o termina donde empieza la esperanza. Tú siempre fuiste el camino abierto que conduce a cualquier parte. Seguimos buscando el espacio aún no hallado, necesitados de sus bondades, si las hubiera, no porque en sí signifiquen nada, porque nos vienen recubiertas de inéditos gestos huérfanos y algún que otro extraño por infiltrado orgasmo. Sabíamos que nuestra relación amorosa siempre estuvo asediada por el olvido, incluso por la renuncia (era nuestra particular forma de obviar a dios y al tiempo). No era malvivir, era el signo de nuestra época. Siempre a caballo (qué dirían de todo ello dios y la muerte) nos acostumbramos, pasada la época de destruir, a construirnos día a día.

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