Gloria omnibus nobis.
Enamorados
súbitamente,
fue
el tiempo quien nos ordenó la vida.
Apenas
podíamos ordenar una casa, plantar un árbol
o tratar
de encajar los cuerpos. ¿De qué nos podía acusar el mundo
si
nadie sabía qué hacer con tanta juventud en las manos?
Pero
vaya, nada vuelve y hasta lo que tanto deseamos mudó.
La
hermenéutica no pudo salvar los frívolos amores,
tampoco
los consuelos. Todos los planes previstos quedaron
ordenados
junto a mis destartaladas gabardinas y tus gastadas bufandas.
El
inagotable deseo siguió marcando sus normas
rebelándose
de los corsés freudianos, del clerical incienso.
No
encontramos contra quien vivir y todo quedaba tan lejos
que
nadie pudo decirnos donde dormir con tanta luz
y
acariciados por la blancura del lino de las sábanas.
Así
supimos que todo podía empezar de nuevo, que tu entrepierna
te
hará madre eterna si duermes como es debido
y
guardas la vida sobrante. Sabemos que la ciudad no es eterna,
que
durará tanto como el más joven de sus hijos,
y
tú, tan hermosa y plural, sólo mientras yo te recuerde.
Digamos
que sigo sin saber por dónde andan tus aceras,
si
las tienes, y, por cierto, a dónde nos llevan…
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