EL LABERINTO DE LA MEMORIA. (Antología) XIII


En estas condiciones, ¿cómo decirte que no estoy receptivo para el odio y que mi verbo se aclimató entre tus carnes, como un hurón agazapado en el límite de tu entrepierna, esperando el reclamo de tu voz, que me atoró tu manantial hasta que, flácido declinó, sol cansado, delirio de vida? Solo el polen lunar que se esparce por tus muslos y alienta mis deseos, como el tatuaje que me marca, transgredido y olvidado, nos dio luz en el tránsito y menguó la traición, aunque fuimos ángeles inmolados por el concilio insomne para quienes, dormidos sobre sus conciencias, descienden de los ancestrales cántaros rellenos de placidez, frescura y pronósticos sin que, por cobardía y linaje, desprecian la mano impúdica que licenciosa recorre el vértice y, avaros como son, mientras llega el amor disfrutan de cuerpos bellos, hijos de la lucha ajena y del sudor propio. Oh, sí, marginales jactancias que duelen. Ángel negro nacido del verbo del Gólgota, me hiciste llamar a la mesa cubierta con un mantel de flores, y me mostraste, como si bendecido fuera, el vino fresco escanciándolo sobre mis pechos, propiciando la expulsión del sofista de tu promiscua mansión. Lo que nunca hiciste, por cierto.

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