DE NUEVO EL HABITUAL OLEAJE.
Cuando llegó la
tumultuosa ola de orígenes revueltos la luz se hizo negra y atravesó años y
recuerdos. No hubo sombra para el cobijo ni rellano para dormir y en cada silla
de aquel universo se aposentó el presente, cubriendo cuanto fuimos de lodo y
jirones de vida hecha muerte sobre el lecho nupcial de cada hogar. Desahuciados
y sin semejantes en quienes buscar amparo, tuvimos tiempo entre cañas y peces
muertos, de pensar desnudos, sucios de vivir y anhelantes como nos recibe el
amor que merodea la noche, y así fue que descubrimos el valor de un mendrugo y
el calor de una mano en la cintura. Pasaron muchas noches prolongadas a besos
hasta que con el primer y único amanecer sin sol, supimos de su llegada por el
graznar purulento de los cuervos endomingados. Cuantas previsiones tuvimos que
cambiar igual que un rumbo en alta mar sin brújula, estrellas, remos o velas
mientras se repartían el botín. Aquellos días ni los muertos flotaban por temor
a las garras. Desde entonces los altares de la huerta duermen y en las laderas
los jóvenes vigilan el horizonte mientras hacen el amor con quien pueden. Europa
todavía aterrada por el toro de creta y con la virginidad ajada se prolonga en
un quejido de añoranza. De los dones que nos dio Prometeo hijo de Jápeto, solo
queda la letanía dominical de la ordenada feligresía adecuadamente dormida confiando
que, justo al mismo tiempo que los que fuimos buenos, también morirán los malos.
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